A las tres de la mañana y acompañada del olor de un cigarro que no
existe, busco desesperada mis piernas sólo para encontrarlas escondidas entre
las sábanas. Debajo de mi pijama siguen mis brazos, mis rodillas, mis manos y
los dedos de mis pies. También están mis cabellos y las 10 uñas que protegen
los dedos de mis manos.
Me concentro en el olor inigualable que expide la noche en una ciudad
colonizada por grandes edificios, por las prisas y los trajes con corbata. Me
gusta saborear el olor de la incertidumbre, y a mis 20 años, el indiscutible
aroma a expectativa- que algunos confunden con ingenuidad- y que invade mis
noches de insomnio.
Tumbada sobre un colchón aguado me queda claro que no soy la solución.
A veces soy la tristeza, muchas veces la ansiedad, algunas la felicidad y de
vez en cuando me gusta convertirme en la esperanza.
Me pongo las pantuflas y me dirijo a la cocina por un vaso de agua.
Abro la pequeña ventana que me separa de la noche y me imagino en la playa.
Debo de confesar que siento una innegable atracción al mar, a los recuerdos
acumulados de los días sentada en la arena, al olor húmedo y por alguna razón
me he enamorado del arrullo de las olas en un día de mucho viento.
Pero, mas allá de la costa, me imagino fundida en el vaivén de las
olas. Me escapo en la ligereza del líquido que me esconde y que borra mis
huellas cada dos o tres segundos. El agua para mí es un escape, es un
compañero. Es el sabor en la boca de agua salada en mi niñez, los tragos de
agua después de una presentación o las lágrimas incontables que he derramado
los últimos años.
Dejo el vaso en el lavavajillas y me apresuro al baño. Paso por el
cuarto de mi padre quien duerme con un brazo sobre los ojos, como queriendo
esconderse. Sentada en el retrete me pregunto cómo habrá sido de joven; cuándo es
que se dio por vencido, cuándo es que se abandonó, que nos abandonó. Mi padre
es la figura de lucha, de dedicación y trabajo. Es el arquetipo de una vida de
apariencias y que busca la felicidad en lugares incorrectos. Mi papá era feliz,
pero mi mamá ya no está.
Salgo y al doblar la esquina, uno de mis dedos del pie se atora en las
patas de aquel arcaico aparato musical que algún día heredo mi mamá de la
abuela. Y así es justo como recuerdo a mamá: con coraje por que me duele el
golpe pero con una sonrisa porque me encanta la música. La recuerdo tan
amorosa, llena de vida e ilusiones. Reproduzco en mi cabeza nuestra ultimas
conversaciones envueltas por el cálido aroma a café y sueños que sé que ya no
habrá más.
Vuelvo a mi colchón. Vuelven mis piernas, mis cabellos y mis lágrimas. Cierro
los ojos y antes de caer en sueño profundo recuerdo las clases y pláticas a las
que asistí en mi intento por decidir una carrera. Tanto mi padre, como el
sistema de educación me insistían en “emprender”. ¿Qué? Salir adelante por tus
propios medios, con tus esfuerzos y tus batallas. Librarla de una sociedad
corrupta y egoísta.
De pronto abro los ojos y veo el reloj. Son las tres de la mañana con
un minuto y me doy cuenta que no estoy sola. Me rehúso a caer en la soledad y
la soberbia. No soy yo nada más. Soy la suma de mis experiencias, de mis
tristezas y mis logros. Soy mis amigos, mis hermanas, mis padres y mis
pasiones.